Taller de Creación Literaria de la Editorial Libros para Pensar

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miércoles, 29 de noviembre de 2023

Las dos historias de un cuento: Ricardo Piglila

  Tesis sobre el cuento

Los dos hilos: Análisis de las dos historias


Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.


II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.


III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.


IV

En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. “Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.” Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en “El Sur”, como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.


V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.

No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.


VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.

La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.


VII

“El gran río de los dos corazones“, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.


VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”.

La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.


IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.


X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en “El muerto”, con Nolam en “Tema del traidor y del héroe”.

Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.


XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.


miércoles, 22 de noviembre de 2023

Lugares comunes en literatura

En literatura se habla de "lugar común" para referirse a frases hechas o clichés.  

A continuación, les comparto un texto del escritor Luis Lopez Nives, tomado de su página Ciudad SEVA


FRASES HECHAS. 

 La “frase hecha” es una frase que tiene forma fija y que es de uso común por la mayoría de los hablantes de un idioma.

Algunos ejemplos son:

Hierba mala nunca muere.

Las paredes oyen.

Dar gato por liebre

En tiempos de vacas gordas.

La gota que colma el vaso.

Meter la pata.

Le cayó como anillo al dedo.


Es un defecto que un escritor utilice frases hechas. Un autor debe ser original al 
escribir. No debe usar clichés, frases hechas ni ningún otro tipo de escritura de uso tan común que hasta el hijo del vecino puede utilizarla al escribir.

Como casi siempre ocurre en la literatura, hay excepciones a esta regla. Digamos que la regla aplica al narrador de la historia.

Los personajes, en cambio, tienen sus propias formas de expresión. El autor podría usar frases hechas si su personaje las usa al hablar (durante los diálogos) o al pensar (durante sus reflexiones).

Un texto, por tanto, puede decir que don Juanito exclamó: “¡Metí la pata!” porque quien habla es el personaje don Juanito, no es el narrador.

El narrador, en cambio, nunca debería decir: “Don Juanito metió la pata”.

FIN

miércoles, 15 de noviembre de 2023

El principal error al escribir un diálogo

El principal error al escribir un diálogo

Carlos Alberto Velásquez C


Esta semana quiero hablarles de un error muy frecuente en literatura, y del que me declaro culpable. Tardé muchos años en descubrirlo y por eso quiero compartirlo.  

En los textos de escritores novatos, y aun en los consagrados, es frecuente encontrar diálogos mal construidos porque suelen escribir lo que el lector debe saber y no lo que los personajes deben decir.

En un diálogo real una persona muchas veces calla lo que piensa, ya sea porque es prudente hacerlo, o porque lo que ha de decir ya es conocido por la otra persona con la que conversa. Aún más: después de una discusión es común descubrir que quedaron muchas cosas por decirse, porque la dinámica de una conversación no siempre transcurre como se planea. Con frecuencia una persona quiere decir algo y la conversación toma otro rumbo y se queda sin expresarlo.

Es inverosímil, por ejemplo, que una pareja de ancianos con cincuenta años de casados se siente en el balcón de su casa a describirse mutuamente cómo estaban vestidos en el día de su matrimonio, cómo era el carro en que fueron de la iglesia hasta su casa, y se relaten en un diálogo los pormenores de su luna de miel, ¡como si el otro no lo supiera!

Puede que el escritor quiera que el lector se entere de cómo fue su matrimonio y su luna de miel, pero no suena verosímil que la pareja converse relatándose mutuamente los hechos que ambos vivieron, en un diálogo que es completamente innecesario. Esas conversaciones no se dan en la vida real. Si el autor quiere que el lector se entere de lo que ocurrió hace cincuenta años, debe buscar otra estrategia. 

Suena artificiosa una conversación donde los personajes tienen que hablar de un tema con el único propósito de informar al lector, cuando en la vida real, la conversación sería mucho más fluida y sin tanto detalle irrelevante para los que dialogan.

Un buen diálogo literario no debe decir lo que los personajes recuerdan o piensan (con intención de ilustrar al lector), sino lo que los personajes conversarían si fueran reales. Y hay que recordar un axioma fundamental: Un diálogo verdadero no dice todo lo que el personaje piensa o sabe. Dice lo que el personaje necesita decir en el contexto de una conversación. 

Hace poco leí un libro de cuentos de una escritora de vasta experiencia. Había un relato en el que a una mujer le roban un carro. La víctima llegaba a un taller en busca de su mecánico de confianza, pero encontraba cerrado el local. De repente, un hombre la aborda apuntándole con un arma, y le dice que se baje del auto. 

La mujer en cuestión le responde:

—Por qué me vas a quitar el carro, lo conseguí con mi trabajo, lo necesito para visitar a los clientes y conseguir las pautas de publicidad... Me va a quitar lo que he conseguido con mi esfuerzo, está bien, lléveselo, pero déjeme sacar unos candelabros y una chaqueta que no son míos, están en la maleta.

¿En un atraco real una mujer narraría al asaltante el uso cotidiano que le da al vehículo? ¿le contaría que el carro fue conseguido con el dinero resultante de su trabajo? ¿le confiaría que el carro que pretenden robarle lo usa para visitar clientes y conseguir pautas publicitarias?

Alguien podría argumentar que conoce un caso verídico de alguien que no solo lo pensó, sino que tuvo todo el tiempo de decirlo en medio de un atraco, y que tuvo la fortuna de tener un atracador que muy amablemente escuchó la explicación completa sin impacientarse (de todo se ve). 

Pero en literatura, se trata de construir un texto sea creíble. Y lo verídico y lo verosímil no siempre van de la mano. 

Cuando en una historia literaria hay algo que el lector debe conocer, el escritor debe encontrar la mejor forma de hacérselo saber. No siempre es el personaje quien debe proveer esa información. A veces es necesario que el narrador cuente lo que el personaje no expresaría en una conversación real.  

El principal error al escribir un diálogo es hacer que los personajes digan algo que nunca dirían, con el único propósito de informar al lector. 

En otras palabras:  

En un diálogo literario un personaje no dice lo que el lector necesita saber, sino lo que el personaje necesita decir. 

Hasta la próxima semana. 

miércoles, 8 de noviembre de 2023

La rimbombancia al escribir

La rimbombancia al escribir

Carlos Alberto Velásquez Córdoba. 


En literatura el exceso de información puede sonar pedante. No todo lo adornado es poético, ya se trate de poesía o de prosa. 

Empecemos con la primera. La poesía es un género muy complejo porque puede engañar a primera vista (o primer sonido). (léase el oficio poético) Una buena poesía debe tener musicalidad y contenido. A veces, como sucede con las canciones, nos dejamos llevar por el sonido (Nos suena bonito) pero luego de un análisis más profundo descubrimos que las letras no dicen nada, son contradictorias o son puro relleno lirico. 

 De ahí que el buen poeta deba tener sentido autocrítico. ¿Suena bonito? ¡Perfecto! ¿dice lo que hay que decir con las palabras precisas? Ahí es donde se falla. Basta mirar nuestros poemas de adolescentes para darnos cuenta de que usábamos palabras innecesarias tratando de parecer intelectuales cuando podíamos ser contundentes en lo que queríamos significar.

Un buen poema debe ser preciso y certero con sus palabras (que no es lo mismo que ser parco) y debe tener la musicalidad que envuelva. Debe poder soportar el análisis frase por frase. Ninguna palabra debe faltar ni sobrar.

Y esto aplica tanto para la poesía como para un texto en prosa, ya se trate de un cuento, una novela, una crónica o un ensayo. No siempre lo que suena bonito tiene un significado valioso. 

Miremos un ejemplo extraído de un libro de un autor del occidente colombiano: 

Presuroso abrió el sobre y ahí en letras del puño femenino de su amada, un texto extenso lleno de mucho sentimiento; la letra cursiva un poco torcida, denotaba que había sido escrita por un puño tembloroso; esta decía:  (...)

¿Acaso era necesario que el escritor describiera que la carta había sido escrita con el puño femenino de su amada? ¿Hay alguna posibilidad de que el puño de su amada fuera masculino? ¿Qué motivo oscuro le lleva a un escritor a tener que aclarar ese aspecto? 

En otros idiomas, puede ser necesario un adjetivo que aclare el género. Por ejemplo, en inglés no hay distinción entre amada y amado y hay que especificarlo. Pero en español no queda duda de que cuando se dice que una nota fue escrita por "el puño de su amada" se trata de una misiva escrita por una mujer. Adicionar la información de que ese puño era femenino genera una duda. ¿Por qué el autor tuvo que aclarar que el puño de la amada era femenino? 

Por otro lado, la letra cursiva es normalmente inclinada. ¿Qué quiso decir el autor con la letra cursiva, un poco torcida? Más adelante indica que el puño era tembloroso, lo que no tiene ninguna relación con tener la letra torcida ¿Está el escritor cayendo en la reiteración innecesaria o está llenando renglones para extender su obra? ¿En qué aporta a la historia agregar que era un poco torcida? ¿Acaso su obra participaba en un concurso en el que le exigían una extensión mayor y tuvo que agregar palabras para cubrir la cuota de extensión que se exigía?

Sé de buena fuente que el escritor del texto anterior buscaba darle un sentido poético a su narración, Pero una cosa es ser poético y otra, tener una verborrea excesiva. Para ser buen escritor se requiere de mesura y autocrítica. Poesía no es lo mismo que reiteración o exceso de adornos. La rimbombancia no es nada poética, y puede producir el efecto contrario a lo que se quiere expresar.  

Veamos otro caso, en esta ocasión, de un escritor famoso: José María Vargas Villa (lo que demuestra que a todos nos puede pasar)

...el sol descendía lánguidamente al ocaso, y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza, con esa luz melancólica y tibia…

José María Vargas Vila – Aura o las violetas.

¿Acaso, puede el sol ascender hacia el ocaso? ¿Habrá días en que no descienda cuando está atardeciendo? ¿Acaso puede descender cuando amanece?  ¿o hacia el medio día?   La imagen del sol que desciende ya ha dado una información inequívoca de que está atardeciendo, más aún cuando menciona "sus últimos fulgores". Cualquier aclaración de que descendía hacia el ocaso resulta injustificada e innecesaria, por no decir sospechosa. 

A veces, con el afán de impresionar, los escritores dicen cosas redundantes que pueden pasar a simple vista como poesía, y engañar a quien no reflexione sobre lo escrito. 

Recuerdo, en este sentido, el eslogan de un comercial de Diner's international hace varias décadas: 

"Entre a un mundo sin límites"

En ese entonces a mucha gente le gustó la propaganda. Según algunos amigos, el comercial invitaba a afiliarse para tener beneficios ilimitados. Para mí no había nada más ilógico. ¿Cómo se puede entrar a un mundo que no tiene límites? Si hubiera un mundo que no tuviera límites, nadie estaría afuera; todos estaríamos adentro y nadie necesitaría entrar. Para ingresar primero habría que salir, y si se puede salir es porque hay algún limite, ergo, ese mundo que prometía esa empresa sí tenía fronteras muy bien definidas. O se está adentro o se está afuera. De una forma u otra era un mundo claramente delimitado. 

Los escritores novatos, como los publicistas, o los malos compositores, son muy propensos a escribir cosas que suenan bonito a primera vista pero que no tienen coherencia, de ahí que se insista en revisar todo texto con el fin de podar cualquier palabra que no aporte a lo que se quiere expresar. 

Un escritor novato tratará de deslumbrar con su léxico. Un buen escritor dirá las cosas de la mejor manera posible. 

Recuerdo un concepto repetido con frecuencia por el profesor Luis Fernando Macías, relacionado con la economía del lenguaje. El mejor escritor es quien dice algo de la forma más precisa y con menos palabras. 

En resumen, para contar que un perro se subió a la cama del dueño no tienes que escribir que el cuadrúpedo canino ascendió hasta el tálamo de su amoBastará con decir que el perro se subió a la cama de su dueño.  

Lo simple es a veces lo mejor.


miércoles, 1 de noviembre de 2023

Verosimilitud en el narrador autodiegético

VEROSIMILITUD EN EL NARRADOR AUTODIEGÉTICO


Hace poco un compañero de un taller leyó un cuento en el que un personaje en primera persona relataba cómo fue su transformación de humano a animal. Un cuento muy bien narrado con una historia fascinante. Sin embargo, al final el personaje relata que desde que terminó la transformación “perdí conciencia de mí mismo”. 

Observé que había una gran brecha con ese final, pero varios asistentes, incluido el profesor, me acusaron de no entender que ello era una ficción y de apegarme a las leyes de la lógica que, naturalmente, “pueden ser transgredidas en la literatura”.

En ese momento intenté explicar que había un contrasentido, teniendo en cuenta que se trataba de un narrador autodiegético, es decir, un personaje en primera persona que narra su historia desde su propia vivencia. No es posible, que narre lo que le ocurrió si ya no es consciente de sí mismo. Sencillamente, no podría. El autor en cuestión, hombre muy inteligente y sagaz me advirtió que la historia continuaría y que, al avanzar yo entendería. Espero ansioso el siguiente capítulo para ver cómo explicará que a pesar de haber perdido la conciencia de sí mismo, el narrador pudo contar su pasado. ¿Si ahora es un animal y perdió la conciencia de que era humano, como es que relata que lo fue? ¿Será que alguien le contó que alguna vez había sido humano y por eso pudo relatarlo? ¿Será que más adelante vuelve a ser humano y puede recordar que lo había sido al inicio? ¿entonces, una vez convertido en humano tendrá consciencia de que fue animal? Será interesante ver qué recurso utiliza.

En la literatura mundial hay muchas referencias a humanos que se vuelven animales. 

El sapo y la princesa es un buen ejemplo. En todo caso el sapo nunca deja de tener conciencia de que es un príncipe convertido en humano. En la princesa pavo real, cuento de la literatura oriental, por el contrario, el animal no es consciente de que era humana hasta que vuelve a serlo. Incluso hay relatos con personas que fueron convertidas en árboles, pero no se pierde la conciencia de haber sido humano. Un árbol que pierde la conciencia de haber sido un humano, no podría relatar que lo fue.

Sí, es cierto que las leyes de la lógica se transgreden en la literatura. Lo que no se puede es transgredir las leyes que la misma literatura ha definido. De ahí viene el concepto de verosimilitud, que es muy diferente al de realidad. La verosimilitud va mucho más allá porque hace posible lo imposible, pero exige que sea creíble.

En muchas ocasiones la elección del narrador determina la verosimilitud. Hace algunos años en un taller, otra escritora planteaba una escena en la que una mujer con un trastorno severo de memoria (Síndrome de Alzheimer) narraba en primera persona que, estando en una cafetería, ella le preguntaba al mesero “¿Qué día es hoy?” y que cada vez que él pasaba, ella le volvía a hacer la misma pregunta porque no era consciente de haberlo preguntado antes. Mi comentario de entonces era que, si de verdad la persona tenía Alzheimer, no podría recordar que había hecho la pregunta. Mi sugerencia para ese texto era que ella le preguntara “una sola vez” al mesero y fuera él quien le respondiera que la pregunta ya la había hecho seis veces. Si ella sufría de Alzheimer, ¿cómo iba ella a relatar que hizo seis veces una pregunta que no podía recordar haber hecho? 

Hay que tener en cuenta que desde el punto de vista del narrador autodiegético es imposible saber cosas de las que no se tienen conciencia o no se tienen memoria. En otras palabras, un personaje que no tiene conciencia de su pasado, no puede relatarlo. 

Para explicar mejor mi punto les mostraré un ejemplo.

Nací en la ciudad de Medellín. Me crie en el barrio San Benito. Fui el mayor de tres hijos. Estudié en el colegio de los Hermanos Cristianos y luego pasé a la universidad donde estudié medicina. Desde la infancia solía practicar ciclismo, hasta que un día antes de graduarme de médico, tuve un accidente en carretera. Perdí el control de la bicicleta y caí a un hueco. Me golpeé fuertemente la cabeza contra una piedra, y sufrí un daño cerebral irreparable. A partir de aquel momento perdí la memoria y desde entonces no recuerdo quien soy. Ahora vago por el mundo intentando averiguar cuál es mi pasado.

En este caso la historia está completa: Tiene un principio, un nudo y un desenlace. Está cronológicamente descrita. Se narra la infancia del personaje, el trasegar por el colegio y lo que estudiaba en la universidad. (estuvo a punto de graduarse como médico). En la narración relata que tenía desde la infancia la afición al ciclismo y cuenta que tuvo un aparatoso accidente que le produjo un trauma cerebral. El final de la historia es triste: quedó sin memoria. El lector desprevenido ve que hay una historia completa. Un buen lector detectaría el error.

La falla en el argumento es que, si no tiene memoria, no podría contar la historia a menos que haya un comodín. Es decir, que en algún momento del relato diga que puede referir lo que no recuerda porque alguien se lo dijo o lo averiguó de algún modo. De lo contrario, no podría relatar lo que no hace parte de su esfera consciente. En el ejemplo anterior es claro que aún no ha podido averiguar cuál es su pasado, por tanto, no podría contar, en primera persona, nada que haya ocurrido antes del golpe.

El autor debe encontrar la manera de narrar la historia de otra forma. Puede ser a través de un cambio de narrador y hacer que un externo cuente el relato; (alguien que conozca el pasado del personaje antes de que perdiera la memoria, y lo que sucedió después), o buscar un recurso externo en el que el personaje cuente la historia en primera persona aclarando que la información que tiene de lo que no recuerda fue obtenida de una fuente externa.

Aunque es cierto que las leyes de la lógica se pueden trasgredir en la literatura, cualquier construcción ficcional requiere que el mundo que se inventa tenga coherencia dentro de sus propias reglas. No basta con que los datos que configuran la historia estén completos. Hay que hacer que una historia parezca verosímil desde la forma misma cómo se relata.

Carlos Alberto Velásquez Córdoba

miércoles, 25 de octubre de 2023

Licantropía. Enrique Anderson-Imbert

Esta semana volvemos con Enrique Anderson-Imbert y su cuento Licantropía. 



Licantropía


Enrique Anderson Imbert

Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió (“¡qué dientes!”, diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil…

En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria -realidad que rechazo cada vez que invento una historia- me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras…

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas “y me hiciera famoso…”

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso “rigurosamente verídico” de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera -después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos- pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú…

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana “la razón es antivital”, tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: “El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse”.

Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

-Bah, el cuentito del licántropo -le dije-. Lo contó Petronio en el Satiricón.

-No, no -y su voz salió de la tiniebla misma-. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan…

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía “créame, lo sé, el lobizón existe”, se metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.

FIN

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Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino. 


miércoles, 18 de octubre de 2023

Releer El Quijote

Hace poco tuvimos una discusión en el taller de creación literaria, sobre si era válido reescribir los textos. Unos afirmaban que había que leer los clásicos en el lenguaje en que fueron escritos. Otros, por el contrario, decían que era muy complejo leer textos que fueron escritos cuando la lengua era diferente. 

Así fue como tocamos el tema de Cervantes. En su época la letra "h" se escribía con "f".  Leer acerca de la fermosura de dulcinea debe ser complejo en nuestro tiempo. Por eso se ha ido transformando el texto para que podamos acceder a él.  

En esta entrada quiero invitarlos a releer nuevamente El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, del genial Miguel de Cervantes Saavedra, en una versión de Andrés Trapiello, un estudioso que se tomó el trabajo de reescribir la obra en un castellano más moderno, conservando los dichos y refranes, pero aboliendo algunos arcaísmos que hacían difícil su lectura.




De todas las versiones que he leído de El Quijote, esta me ha parecido la mejor, porque permite una lectura más fluida.  Sé que algunos puristas del lenguaje no estarán de acuerdo, pero en mi humilde concepto, el valor de esta versión es que permitirá al ciudadano común leerse la obra "más famosa de la literatura española". Creo que estas comillas dejan muy claro lo que pretendo decir. Muchos dicen conocer la obra de Cervantes, pero pocos, muy pocos, han leído en realidad su más aclamada obra. Podría aventurarme a decir que de todos los profesores de lengua castellana que tuve en mi colegio solo uno de ellos había leído el quijote. El resto, al menos diez de ellos si acaso habrían visto la película. 



Si quieren descargar la versión que les mencióné solo hagan clic acá. 


ver:  

miércoles, 11 de octubre de 2023

El eclipse. Augusto Monterroso

Se acerca un eclipse de sol. Qué mejor pretexto para uno de los mejores cuentos de Augusto Monterroso. 


EL ECLIPSE

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

FIN



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Augusto Monterroso (Tegucigalpa,1921 – México, 2003), es un escritor hispanoamericano, conocido por sus colecciones de relatos breves e hiperbreves.  

De este autor, ya publicamos en otra ocasión el Decálogo del escritor.   

Hasta la próxima. 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Tres escritoras antioqueñas

Una excelente entrevista con escritoras jóvenes y muy talentosas. Angela Ramírez, Sonia Emilse García y Silvia Montoya conversan con Yuly María Sanchez y Aldair Ballestas en el programa La voz del tintero, del canal Telemedellin- Radio volpaleson. 



Ver más.  

Angela María Ramírez M

La Corredora: Angela Ramírez

Hojas amarillas

Isolda

Toc, toc, ¿quién soy?


Sonia Emilce García Sanchez. 

El lápiz labial de mamá

Corazón Valiente



miércoles, 20 de septiembre de 2023

La muerte. Enrique Anderson Imbert

Un cuento corto de Enrique Anderson Imbert. 


La muerte


La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.

一¿Me llevas? Hasta el pueblo no más 一dijo la muchacha.

Sube dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.

Muchas gracias dijo la muchacha con un gracioso mohín pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!

No, no tengo miedo.

¿Y si levantaras a alguien que te atraca?

No tengo miedo.

¿Y si te matan?

No tengo miedo.

¿No? Permíteme presentarme dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.

En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.






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Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino. 


miércoles, 6 de septiembre de 2023

Tabú. Enrique Anderson Imbert

Un cuento corto de Enrique Anderson Imbert


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TABÚ

 

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:

一¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.


¿Zangolotino?  pregunta Fabián azorado.

Y muere.

 

FIN




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Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino. 


Escribir poesia: Piedad Bonet

Esta semana traigo un ensayo de Piedad Bonnett sobre la poesía. 



ESCRIBIR POESÍA

Hoy creo poder concluir que escogí la escritura, inconscientemente, como una forma de automedicación. Ante la dificultad, la impotencia o la experiencia del sinsentido, unos se embeben en el trabajo, otros se dejan arrastrar por la superficie de las aguas, y otros más rezan y se encomiendan a la divinidad, o simplemente huyen… Yo escribo. Leo y escribo.

En principio, esta doble actividad tiene mucho que ver con la búsqueda del placer. Leer y escribir son para mí formas de la felicidad. Pero, a largo plazo -y como los efectos terapéuticos de la escritura, aunque no buscados, son evidentes- son también la forma en que tramito mis desavenencias con el mundo y conmigo misma, que mitigo los naturales dolores de estar viva y que sano un cuerpo que necesita de la palabra escrita. Y por eso, tal vez, es que me rindo a la escritura cada vez que me llama: porque nace en mí de eso que la filosofía llama “necesidad”: lo que no puede no ser.

Pero la escritura es también, en segunda instancia, la forma en que interrogo la realidad o la interpreto, y en la que manifiesto mi asombro frente al misterio y la belleza del mundo. De modo que en la raíz del proceso creador reconozco un impulso que une la necesidad, la emoción y la razón. Y es de ese juego de factores, variable, que no busca equilibrios, que, a mi modo de ver, nace la literatura.

He dicho en otras partes que la escritura no puede desligarse del tiempo: del subjetivo, que fluye en el yo que escribe, y del histórico, el que nos condiciona a un aquí y un ahora frente al cual no hay apelación posible. Entre esos dos tiempos, además, es imposible fijar un límite; más bien habría que decir que el primero vive, aunque siempre de manera particular, dentro del segundo. Es por eso que no puede hablarse de una poética definitiva, sino de una que va mutando de acuerdo a nuestra experiencia vital y a nuestra interrelación con el momento que vivimos. Es imposible, pienso, que la poética del escritor de veinte años sea idéntica a la de él mismo en la madurez o en la vejez: porque ese hombre ha ido siendo labrado por el tiempo, que en su caso está habitado, entre otras cosas, por múltiples lecturas y por una búsqueda perpetua, la de su propia escritura. Incluso diría, arriesgándome, que toda poética se enuncia en el filo que une el presente y el futuro, pues cada vez que surge un proyecto en la mente del escritor trae aparejada la intención de renovar las formas ya experimentadas, pues escribir implica siempre aventura y riesgo.



Se puede, pues, enunciar una poética a posteriori, casi que como balance de lo ya hecho, o desde un presente de la escritura en marcha, que es apenas intento, ensayo, propuesta. Yo trataré de hablar desde el presente, pero recogiendo todo lo que del pasado pervive en mi poética de hoy, y trataré de que esta quepa –más como límite que yo misma me impongo– dentro de los límites de un decálogo.

1. Creo en la poesía que comunica. Pero no significa esto que su lenguaje deba ser directo, ni claro, ni necesariamente portador de ideas. Ni que un sentido diáfano se imponga después de la lectura del poema. Ni que el poeta condescienda con el lector, y sólo le ofrezca lo sencillo. Pero sí que este sienta que el poema lo acoge, aunque sea de forma oscura. No me interesan ni los hermetismos deliberados, ni, en sentido contrario, lo que nada sugiere, lo que no tiene pliegues. No es por la vía de la razón sino de la intuición del lenguaje como entramos al poema, y una emoción que nos exalta debería quedar en nosotros después de leerlo y un margen de oscuridad que en vez de alejarnos sea una invitación a volver a él.

2. Creo en la música como un valor supremo de la poesía, pero, como propone Elliot, en una música que provenga del habla. Y en que los ritmos nacen de las necesidades del poema, le dan su forma, y traducen una música interior y única.

3. Creo que la imagen es consustancial a la poesía, pero que debe ser humilde como quería Borges. Detesto todo lo que en ella suene a pirotecnia o a mero exhibicionismo. Le temo a los excesos verbales y mi poesía se ha sentido siempre muy lejos del barroco, aunque muchos barrocos me sigan seduciendo. Y aun amando la imagen, creo que hay gran poesía que prescinde de ella.

4. Creo que todas las palabras de una lengua pueden estar en un poema, y que no hay unas que sean más poéticas que otras. Aun así, la conciencia que el escritor tiene de su lengua y de su tradición literaria, lo llevan a saber cuáles han sido manoseadas o ya no tienen alientos. Antes que relegarlas, creo que el poeta debe insuflarles una segunda vida.

5. Creo que la poesía debe ser libre, que nada puede constreñirla. La poesía, no acepta servidumbres ni amos: no reverencia ni la moda, ni la crítica, ni se deja dominar por las ideologías. El poeta escribe desde sus más profundas necesidades, y trabaja haciendo que la lengua se rebele contra todo lo que la oprime.

6. Creo que toda poesía se debe a su tiempo y por tanto no puede permitirse el anacronismo. Tácitamente dialoga con toda la poesía de su momento, y expresamente jalona la lengua para llevarla a lugares no explorados.

7. Creo que toda poesía nace del conocimiento de una tradición, pero que su deber es renovarla. Me interesa trabajar en ese límite, y que en el poema haya huella de otros —puesto que la originalidad total no existe— pero también un sesgo que la haga única.

8. Creo en la honestidad como un valor del poeta. En que nada en el poema sea impostado ni complaciente.

9. Creo en que toda poesía que esté a la altura de su tiempo es necesariamente política.

10. Creo que nada de lo dicho anteriormente es verdad absoluta. Que es mi credo hoy, pero que nada es para siempre.

Piedad Bonnett.
Ensayo del libro Poética de los poetas ( 2014).

miércoles, 30 de agosto de 2023

El oficio poético: Pedro Arturo Estrada

Del libro El taller de poesía, (recopilación del profesor Luis Fernando Macías), traigo una magnífica reflexión del poeta Pedro Arturo Estrada, quien nos explica que la poesía no es sobrecargar de adjetivos y de palabras suntuosas una oración sino descubrir lo que hay en el fondo de las cosas. 



El oficio poético
 
Por Pedro Arturo Estrada Z. 


A través de los años, y sin la intención de dogmatizar en torno a la escritura de poesía, he ido reuniendo algunas observaciones que me gustaría compartir y que considero útiles aunque sujetas al criterio de cada quien:


1. Todo lo que aparezca en un poema tiene que ser absolutamente necesario y preciso, de lo contrario, no será más que charlatanería, relleno lírico.

2. La mala poesía es aquella que repite los tópicos más predecibles y desgastados de supuesta belleza en la forma y el contenido, incluso cumpliendo cabalmente con todas las normas de la preceptiva o también ignorándolas sin razón.

3. En poesía vale muchísimo decir siempre más con menos. Dejar al lector espacio para su propia intuición e interpretación. No hay que darle todo explicado, no hay que contárselo todo exhaustivamente. Y tampoco pensar por él, ni adelantar juicios de valor en medio del poema. Sólo hay que expresar y poner las cosas al desnudo ante sus ojos. Nada más. Pocas palabras oportuna y perfectamente dispuestas abren la mente y el corazón; la verborrea cierra oídos y cerebros.

4. No confundamos, sin embargo, contención con escasez, sencillez con simpleza, sobriedad con incapacidad expresiva.

5. La restricción, lo que elegimos frente a lo que desechamos es, finalmente, lo que hace posible una escritura. Todo texto poético es por ello sólo la intensificación delimitada de algo más grande que el poeta apenas puede entrever, incluso a escala micro.

6. El conocimiento racional sólo sirve como fondo, como sustento o marco a la creación poética. Pero no es lo esencial.

7. En poesía no es suficiente, vale insistir, con que un texto esté correctamente escrito. Hay que hallar ese efecto sutil que se produce de golpe, que logra despertar en nosotros imágenes y emociones profundas en un instante de alta sensibilidad interior hasta alcanzar lo que llamamos una "epifanía", la revelación íntima que abre en la mente y el corazón nuevas posibilidades de entendimiento, de gozo, y sobre todo, de experiencia de totalidad.

8. Hay que permitirse, más allá de la buena factura, la buena hechura y la sólida construcción formal, ese entrecruzamiento inesperado, súbito, de los diversos sentidos que subyacen bajo la primera intención, la primera idea poética como tal. Permitir la irrupción repentina del azar, la fuerza aleatoria de los elementos puros del texto que por sí mismos comenzarán a mostrar una segunda naturaleza, un nuevo y más interesante trasfondo de realidades desconocidas, lo cual finalmente concederá al poema mayor poder de sugerencia, trascendencia simbólica, plurisignificación. La poesía es producto de una combinatoria alquímica que abandona el discurso lineal de la lógica.

9. Como en la pintura, como en toda obra de arte en general, un buen poema es algo existente y vivo en sí mismo. Y vale más por lo que es como presencia inédita de lo real hecho palabra e imagen, que por lo que le ponemos a decir como si fuera un mensajero, un pequeño instrumento de transmisión verbal al servicio de emociones epidérmicas o ideas interesadas.

10. Hay que darse cuenta, y recordarlo siempre, de que la poesía (poiesis) es una constante necesidad de expresión y "desocultamiento del ser", al decir de Heidegger, una búsqueda de lo invisible, de la verdad que yace enterrada bajo la visión rutinaria de la realidad.


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Pedro Arturo Estrada Z. Girardota (Antioquia) 1956. Poeta, narrador y ensayista. Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia, 1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños, 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006). Próximos a editarse: Poemas de Otra/parte y Des/ historias. Sus textos han sido incluidos en diferentes antologías nacionales y del exterior. Ganó el premio nacional “Ciro Mendía” en el año 2004, y “Sueños de Luciano Pulgar” en 2007. Invitado en 1995 y 2005 al Festival Internacional de Poesía de Medellín y diversos encuentros poéticos del país. Se ha desempeñado como coordinador de talleres literarios con jóvenes y niños de Medellín en los últimos años. Fue miembro de la Casa de poesía Porfirio Barba Jacob de Envigado hasta 2005 y ha sido jurado de premios como el José Manuel Arango, Porfirio Barba Jacob, Ciro Mendía y Universidad de Antioquia.