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miércoles, 31 de enero de 2024

Lección de anatomía (cuento de Carlos Alberto Velásquez Córdoba)

Este cuento lo escribí hace mucho tiempo (por alla en 1987) y fue publicado por primera vez en mi libro La Monja Sin Cabeza y otros cuentos. 

Hace poco la Editorial Libros Para Pensar me ofreció participar en una excelente antología y quise compartir este cuento que sé que será del agrado de muchos.

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LECCIÓN DE ANATOMÍA


Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Esa noche la tranquilidad usual se veía perturbada por unos gritos que salían un pequeño cubículo.

—¡Auxilio!, ¡me tienen secuestrado...! ¡Auxilio, me tienen secuestrado...!

Los alaridos del doctor Lema llenaban todos los recintos de la unidad de cuidados intensivos.

A sus setenta y cinco años, el doctor Lema era toda una leyenda: médico, cirujano vascular, había sido el pionero de muchas cirugías en el país. Profesor de profesores en reconocidas universidades. Cuando dejó de ejercer, continuó dictando conferencias y asesorando a los nuevos especialistas. Era conocido por todos los médicos y enfermeras de la ciudad y su nombre había llegado hasta países lejanos.

Hacía tan solo una semana que en un examen rutinario se le encontraron unas coronarias afectadas y una lesión de una válvula cardiaca por lo que, obedeciendo a las recomendaciones de los más prestigiosos cardiólogos y cirujanos (muchos de ellos exalumnos suyos), se sometió a una cirugía cardiaca.

El procedimiento consistía en extraer de su pierna unos fragmentos de una vena: la vena safena interna, y, luego de abrir completamente el tórax, colocarla a manera de puente en su corazón de forma que la sangre pudiera pasar hasta el músculo cardiaco obviando la obstrucción de las arterias coronarias que estaban taponadas. Además, debía extraerse una de las válvulas cardiacas y ser cambiada por una prótesis artificial que hacía las veces de ésta.

El paciente había sido llevado a la sala de cirugía conversando animadamente con el anestesiólogo y el cirujano cardiovascular encargado del procedimiento y riendo con las enfermeras, mientras contaba sus anécdotas de cuando era estudiante. El procedimiento quirúrgico fue un éxito. Ahora en su posoperatorio, reposaba en la unidad de cuidados intensivos.

—¡Auxilio, me tienen secuestrado…! ¡Por favor, que alguien me ayude...! ¡Me tienen secuestrado...!

El doctor Saldarriaga, médico encargado del turno nocturno en la unidad, se acercó por enésima vez al paciente.

—Cálmese, doctor Lema. Usted no está secuestrado. Se encuentra en la unidad de cuidados intensivos. Le hicimos una cirugía de corazón. Tranquilícese, por favor.

El procedimiento de revascularización miocárdica (también llamado bypass coronario) era realizado de forma rutinaria en la institución. El cambio de la válvula aórtica también era un procedimiento bastante frecuente. El doctor Saldarriaga sabía que algunos pacientes, luego de la cirugía, ingresaban a la unidad de cuidados intensivos en un estado de desorientación y agitación que dificultaba su manejo posterior. Como había aprendido el médico, en los cuatro años que llevaba haciendo turnos en la unidad, los pacientes que eran sometidos a dicha cirugía tenían que ser conectados a una máquina de circulación extracorpórea. La sangre del paciente era extraída hacia dicha máquina que se encargaba de oxigenar y bombear la sangre a todo el cuerpo mientras el corazón estaba siendo abierto y manipulado por los cirujanos. La perfusionista manipulaba algunos parámetros con el fin de tener control casi absoluto de los valores sanguíneos. En estas cirugías era necesario bajar la temperatura corporal y requerían de un anestesiólogo altamente capacitado para mantener vivo al paciente mientras su corazón era parado por completo. Por más que se tuviera cuidado con la oxigenación de la sangre, el pH, el bicarbonato, el sodio, el potasio, el ácido láctico, etc., a veces pequeñas alteraciones casi imperceptibles, hacían que un paciente saliera confuso y desorientado luego del procedimiento. A mediados de los años noventa, cuando ocurrió esta historia, la desorientación de un paciente durante el postquirúrgico era un evento relativamente frecuente.

—¡Que alguien me ayude...! ¡Libérenme...! ¡Por Dios, que alguien me ayude...!

Algunas enfermeras comentaban entre ellas:

—Pobrecito. ¿Qué estará pasando por su cabeza?

—Sí, mija, esa traba debe ser muy horrible.

—¿Se imaginan uno creyendo que está secuestrado y no poder ni moverse?

Efectivamente, al principio parecía que el doctor Lema estaba teniendo una pesadilla. Luego de despertar de la anestesia comenzó a decir palabras incoherentes. Poco a poco empezó a tratar de levantarse con el ánimo de irse a su casa.

—Oiga, ¿dónde está mi ropa? Tengo que ir para la casa.

—No, doctor, usted no se puede ir —respondía Liliana, la enfermera que lo cuidaba—. A usted le acaban de hacer una cirugía de corazón y debe guardar reposo.

—Qué reposo, ni que hijuep… ¿dónde está mi ropa?

—No, doctor… la ropa la tiene su familia… usted está en cuidados intensivos y tiene puesta una bata… ¡Quédese quieto que se va a lastimar! Vea que se le va a salir la sonda.

El paciente en medio de su delirio intentó levantarse y forcejeó con la enfermera que trataba de ayudarlo. No reconocía el sitio donde tantas veces había atendido pacientes. En su cabeza sólo tenía un propósito: irse a su casa.

Finalmente, Liliana, con la ayuda de otras cuatro auxiliares de enfermería lograron acostarlo y tuvieron que amarrar sus manos y pies a las barandas de la cama dado el peligro de que en cualquier movimiento se arrancara la sonda de la uretra, o lo que era peor, alguna de las sondas colocadas en el tórax. El último paciente que se había arrancado una sonda mediastinal había tenido que ser llevado nuevamente a cirugía urgente, y pudo haber muerto por un taponamiento cardiaco de no ser por la reintervención. Ninguna enfermera quería eso para el paciente.

El doctor Saldarriaga ya había ordenado aplicar un sedante, pero la acción de dicho medicamento podía tardar unos minutos.

—Gracias a Dios está el doctor Saldarriaga de turno —decía una de ellas.

—Sí, él tiene mucha paciencia con esos que se ponen loquitos.

—Y como es de buen médico…

—Y muy acertado…

—Y muy responsable…

Las enfermeras comentaban entre sí las bondades de que el turno fuera con el doctor Saldarriaga, mientras sus tímpanos eran acribillados por los gritos de angustia del doctor Lema.

—¡Auxilio!, ¡me tienen secuestrado!...

Haciendo gala de toda su paciencia, el médico de planta trataba de hacer entrar en razón al pobre paciente que era presa de las peores alucinaciones, mientras actuaba el sedante administrado.

—Tranquilícese, doctor, usted fue operado del corazón y está en la unidad de cuidados intensivos.

—Ve, ¿y quién sos vos?

Por un momento, el médico creyó ver en su paciente un destello de lucidez.

—Soy el doctor Saldarriaga. Yo estoy a cargo de usted, esta noche, y lo voy a cuidar.

—Entonces, ¿vos sos médico?

—Sí, señor.

—¡Ahh!, entonces, si vos sos médico me podés soltar.

—No, doctor. Está amarrado para que no se quite las sondas. Cuando esté más calmado lo desatamos.

—¡Ahh!, pero entonces, si vos sos médico, me podés responder una cosa...

—Sí, doctor, dígame.

—¿Cómo se llama la principal arteria que sale del corazón?

Esa pregunta la sabría contestar un estudiante de bachillerato, pero para el doctor Saldarriaga fue un alivio escuchar la pregunta. Podría demostrarle al paciente que no estaba secuestrado y que estaba en manos de personal médico capacitado.

—Muy fácil, doctor, la aorta.

—Ve… ¿y cómo se llama la primera parte de la aorta?

—Sencillo, la aorta ascendente.

—¿Y qué nombre tiene cuando hace la curva?

—Muy fácil, el cayado de la aorta.

—Perfecto. ¿Y cuándo baja?

—Pues se llama aorta descendente. En el tórax se llama aorta torácica y en el abdomen se llama aorta abdominal. ¿Ya está más tranquilo?

—Sigamos… ¿cómo se llaman las arterias en que se divide la aorta?

—Pues se llaman ilíacas comunes, derecha e izquierda —en este punto, el doctor Saldarriaga recordó que los profesores más antiguos enseñaban que la aorta se dividía en ilíacas primitivas. Los más modernos les decían ilíacas comunes— arterias ilíacas primitivas.

—Y esas ilíacas… ¿en qué se dividen antes de llegar a la ingle?

—Se dividen en ilíacas internas e ilíacas externas.

El doctor Lema no daba su brazo a torcer.

—A ver, entonces si vos sos médico tenés que saber cómo se llama la arteria iliaca externa cuando atraviesa el ligamento inguinal.

—Claro, doctor Lema, se llama arteria femoral.

—¿Y luego?

El profesional pisaba un terreno muy liso. Si equivocaba alguna respuesta podría perder completamente la confianza de su paciente. Hasta ahora, todo había marchado bien.

—La arteria femoral da una rama profunda que irriga el muslo y se llama la arteria femoral profunda. La arteria femoral superficial continúa hacia abajo y se mete por el canal de Hunter para dar las ramas poplíteas.

—Vas bien —respondió el Dr. Lema con una sonrisa—, ¿y luego, qué arterias llegan a la pierna?

El doctor Saldarriaga sonreía olfateando la victoria. Ya tenía ganada la confianza del paciente.

—Las principales arterias que llegan a la pierna son la arteria tibial anterior y la tibial posterior. ¡Ah!, y también está la arteria peronea.

—¡Muy bien, muy bien! —si no fuera por las amarras el doctor Lema hubiera aplaudido de júbilo— ahora decime una cosa, ¿cómo se llama la arteria que pulsa sobre el dorso del pie?

—Esa pregunta está fácil doctor. Es la arteria pedia.

El doctor Lema sonrió completamente, y al doctor Saldarriaga le pareció que el paciente hacia un amago de darle un abrazo. No lo hizo porque aún estaba con las muñecas atadas a las barandas de la camilla. A pesar de que el doctor Saldarriaga siempre había sido una persona modesta, esta vez sacaba pecho delante del grupo de enfermeras que se habían aglomerado a la entrada del cubículo 7 de cuidados intensivos, escuchando la lección de anatomía. Ellas también estaban orgullosas de la calidad de médico que hacía turno con ellas esa noche.

Sin más dilaciones el paciente le hizo señas con la cabeza al doctor Saldarriaga para que se agachara. Al parecer le quería decir algo al oído. Cuando el médico se inclinó sobre la cama para escuchar lo que el paciente quería decirle alcanzo a oír:

—¡Oís, hijueputa! A vos si te tocó estudiar mucho para poder tenerme secuestrado.

Y nuevamente mirando a las enfermeras que estaban a la entrada de su habitación comenzó a gritar:

—¡Auxilio…!, ¡me tienen secuestrado…! ¡Qué alguien me ayude…! ¡me tienen secuestrado…!

Fin

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Aprovecho para invitarlos al lanzamiento del libro el próximo 15 de febrero de 2024 en la sala mi barrio del Parque biblioteca de Belén. 




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